Muchas veces ocurre que nos hacemos una herida en algún lugar un poco apartado de la civilización y resulta que tenemos poco más que agua y jabón para limpiar la herida y poco o nada para desinfectarla. No tenemos ni yodo ni clorhexidina a mano y ya empezamos a ver como tentador el bote de alcohol. ¡Que no cunda el pánico! Si en la casa rural/aldea disfrutáis de la dieta mediterránea con casi toda probabilidad habrá algún pote de miel rondando por alguna estantería. Es hora de darle un nuevo uso.
La miel es conocida desde la antigüedad no sólo por su sabor sino también por su utilidad en la prevención y tratamiento de heridas. Y cada vez son más y más las investigaciones que evidencian la utilidad que tiene este manjar en tratarlas incluso frente determinados tipos de infecciones resistentes a algunos antibióticos o en heridas complicadas diabéticas.
¿Cómo actúa la miel para combatir las infecciones en las heridas? Su función se debe principalmente a tres características: Tiene gran cantidad de azúcar, es ácida (su pH está en torno 3-4) y al contacto con la herida se produce una pequeña cantidad de peróxido de hidrógeno (agua oxigenada) por la acción de una determinada enzima.
La gran concentración de azúcar de la piel, la convierte en una esponja cuando se encuentra en una herida. Por un mecanismo llamado ósmosis debido a las diferentes concentraciones de azúcar entre los tejidos de la herida y la miel, se produce el paso de agua desde los tejidos hasta la miel. Al resecar la herida, se dificulta el crecimiento de bacterias y otras alimañas que suelen necesitar el agua para tal fin. El pH ácido dificulta aún más el crecimiento y no es lo suficientemente elevado como para agredir la zona de la herida. Además, tras el contacto con los tejidos, se libera una pequeña cantidad de agua oxigenada que refuerza aún más el poder antibacteriano de la miel y que no llega a ser lo suficientemente abundante como para lesionar los tejidos.
Vía_Soitu
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